Joe Biden, en el Chase Center en las primeras horas de la mañana del 4 de noviembre de 2020, en Wilmington, Delaware.
El demócrata Joe Biden ha derrotado al republicano Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos en un escrutinio agónico que dura ya cuatro días. Una marea de votos, con especial peso de las mujeres, los jóvenes y las grandes ciudades, ha decidido expulsar de la Casa Blanca al magnate neoyorquino que llevó el populismo más agresivo, rayando en lo xenófobo, al centro del poder. La victoria de Biden, un político moderado de 77 años, se enfrenta a un Trump declarado en rebeldía, que ha decidido llevar a los tribunales el resultado agitando acusaciones infundadas de fraude.
La última actualización del conteo en Pensilvania este sábado por la mañana (hora de Washington) certificó a Biden ganador de ese territorio clave y, con él, vencedor de los comicios. Había sobrepasado los 270 votos electorales y Trump se acaba de convertir en el primer presidente de los últimos 25 años que perdía una reelección.
La caída de Trump no se traduce en el fin de las ideas y sentimientos que lo auparon, ni implica que la brecha social y cultural que parte al país esté camino de cerrarse. Las manifestaciones durante el escrutinio de los votos, que han incluido a trumpistas armados con fusiles, dan cuenta de la alta tensión vivida. Lo que sí refleja el resultado es que la unión de los votantes demócratas es más numerosa y representativa de lo que es Estados Unidos que la derecha blanca a la que ha apelado Trump durante los últimos cuatro años.
A Biden, el vicepresidente de la Administración de Barack Obama, no lo ha encumbrado el entusiasmo ni el carisma, sino una colosal ola de rechazo a Trump. Esta comenzó a edificarse con aquella primera Marcha de las Mujeres, el día siguiente de su toma de posesión, en Washington; con las manifestaciones por el clima o con las protestas de los jóvenes contra las armas. En las elecciones legislativas de noviembre de 2018 se cristalizó con la mayor victoria demócrata desde el Watergate, y este verano, con la dura respuesta del mandatario a las movilizaciones contra el racismo, subió de revoluciones. La errática gestión de la pandemia acabó de espolear a los votantes, que este martes han cortado el paso a un segundo mandato del republicano.
Los resultados de Trump, por otra parte, dan cuenta de la capacidad de movilización que el magnate tiene entre las bases republicanas. En medio de una grave crisis económica y sanitaria, y tras cuatro años de polémicas, con impeachment mediante, el presidente ha obtenido al menos seis millones de votos más que en 2016 (con datos del viernes por la mañana en EE UU). El éxito del republicano no es una carambola, no es una casualidad, Trump no es el empresario ajeno a la política que quiere representar, en un candidato con un buen olfato político. Pero no ha bastado para frenar el empuje demócrata.
Biden, de perfil centrista y casi octogenario, es, con sus 73,8 millones, el candidato con más votos de la historia de Estados Unidos. Estas cifras colosales se deben a la respuesta masiva de los estadounidenses. Han votado unos 160 millones, lo que supone una tasa de participación récord desde 1900.
El exvicepresidente parecía hace un año una apuesta contraria a los tiempos, ajena a la savia nueva del Partido Demócrata, lejana de los pujantes discursos del ala izquierda de la formación y sin el ímpetu suficiente para hacer frente a un tigre político como Trump. Su figura, sin embargo, es la que más consensos generó entre las diferentes sensibilidades; su estabilidad, su moderación y sus irresistibles dosis de empatía lo convirtieron en ese nombre en torno al que cerrar filas. En unas primarias con más de 20 aspirantes, se erigió en ganador.
Biden es descendiente de una familia irlandesa trabajadora, hijo de un vendedor de coches Chevrolet de Delaware, un pequeño Estado a una hora y media de la ciudad de Washington. Nació en 1942 en Scranton, una ciudad minera de Pensilvania, pero su padre perdió el trabajo y, cuando apenas tenía 10 años, se mudaron. En Delaware estudió Derecho y también allí comenzó una carrera política prometedora y precoz. Fue elegido senador por primera vez en 1972, a los 29 años, y lanzó su primera carrera por la Casa Blanca en 1987 con un desenlace para olvidar: se retiró de las primarias entre acusaciones de plagio. En las de 2008, frente a Barack Obama y Hillary Clinton, también se apeó pronto, sin opciones, pero el joven Obama le escogió como número dos y fue vicepresidente ocho años.
Su vida está marcada tanto por la ambición como por la tragedia. Al cumplir los 30, recién elegido senador, perdió a su primera esposa y su hija de un año en un accidente de tráfico. En 2015 murió por cáncer otro de sus hijos, Beau, una estrella ascendente del Partido Demócrata que siempre le animó a seguir.
Ahora ha culminado la promesa que le hizo a Beau y el sueño que empezó a acariciar hace medio siglo. Cuando jure el cargo tendrá 78 años y será el presidente con más edad en llegar al Despacho Oval. Todo indica que cumplirá un solo mandato. Durante la campaña, para aplacar recelos sobre su edad, su entorno indicó que no se presentaría a la reelección, lo cual dirige el foco hacia su compañera electoral, la futura vicepresidenta, Kamala Harris.
La senadora de California, de 56 años, será la primera mujer en ocupar ese puesto y, por tanto, una más que potencial aspirante a relevar a Biden en 2024. El ascenso del número dos de Obama al despacho más poderoso del mundo no ha dejado resuelto el relevo generacional del partido, asignatura pendiente para la siguiente elección. Harris, una exfiscal negra, de padre jamaicano y madre india, ya fue una de las aspirantes de las primarias demócratas de este año.
Pero faltan cuatro años muy complicados. El futuro presidente afronta el reto de sacar al país de una grave crisis económica y sanitaria que nadie veía venir hace tan solo un año, y deberá hacerlo en medio de una grave fractura política y social. Los estadounidenses están más divididos que hace cuatro años en asuntos como la raza, el género o las armas y la campaña se ha desarrollado de forma especialmente bronca.
Y el desgarro con el que se ha desarrollado el propio proceso electoral empeora las cosas. Trump ya ha advertido de que impugnará la derrota, alegando, sobre todo, que no se pueden seguir contando los votos anticipados después del día de las elecciones, algo legal y refrendado por los tribunales. Es el hombre que usa “perdedor” como insulto más recurrente y suele hablar de “ganar” para referirse al progreso y desarrollo de Estados Unidos. El martes electoral, mientras los estadounidenses votaban, se expresó con franqueza ante un grupo de periodistas en la sede del Comité Republicano de Virginia: “Ganar siempre es fácil; perder, no. No para mí”, dijo.
Trump es un personaje irrepetible, un vendaval. La confrontación es su hábitat y el rechazo lo alimenta. Con los medios mantiene una histórica relación amor-odio: los denigra al mismo tiempo que se muestra más accesible que ningún otro presidente que en Washington se recuerde. Políticamente venenoso, ha echado gasolina en cada fuego al que se ha enfrentado el país: desde mostrarse equidistante entre los neonazis y los manifestantes antirracistas de Charlottesville en 2017, hasta alentar revueltas contra las órdenes de confinamiento por la pandemia en los Estados demócratas.
Al menos hasta la pandemia, el republicano dio argumentos a sus bases para volver a votarle. Logró sacar adelante la mayor rebaja de impuestos desde la era Reagan, impulsó la desregulación para los negocios, sobre todo en detrimento de normativas medioambientales, y cumplió con sus promesas de mano dura con la inmigración hasta donde el Congreso y el Tribunal Supremo le permitieron.
En la oposición, el rechazo demócrata a Trump va mucho más allá de la agenda conservadora que ha impulsado: tiene que ver con el estupor que ha causado en medio mundo. Los insultos, los guiños a la extrema derecha, las presiones al Departamento de Justicia y medidas migratorias tan duras como la separación de niños migrantes de sus padres en la frontera sur ha dibujado una imagen irreconocible de Estados Unidos. El Partido Republicano de Abraham Lincoln, que en los últimos cuatro años se ha plegado a los designios de Trump, empieza ahora su particular proceso de reflexión.
Biden significa el regreso de una figura del establishment, un perfil de consenso para un tiempo de luto. Más de 235.000 personas han perdido la vida por el coronavirus en Estados Unidos y no hay un horizonte claro para el regreso a la normalidad. Trump, un empresario de calado político, lo temió desde el primer momento. Las presiones a la justicia de Ucrania el verano de 2019 para que anunciase investigaciones por corrupción que enfangaran al vicepresidente de Obama, derivaron en un proceso de impeachment. Trump lo superó protegido por los republicanos del Senado. Ahora, los estadounidenses le han enseñado la puerta.
Fuente: ElPais
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